Tímida búsqueda del amor

Por: Luis Felipe Jiménez Jiménez. Prom 1996

Escritor y editor de elrelatodeldomingo.com

 

Juliana era un año menor que yo y cursaba el 3ro de primaria, en la sección francesa. Mi primer amor se movía con destreza entre las risas de sus compañeros.

 

La pared de madera que protegía nuestros alimentos del sol radiante afuera del comedor, alcanzaba a filtrar la luz suficiente para que, alrededor de su cabeza se generara un aura natural. No se trataba de un espectro espiritual, era simplemente un efecto óptico que me dejaba ver a Juliana desde una perspectiva privilegiada. Entre su puesto y la salida del comedor había menos de diez pasos, así que muchas veces no alcanzaba a verla salir. En los recreos se le notaba un rasgo de liderazgo entre sus amigas e irradiaba una singular simpatía, además de belleza. Debí advertir que mi manera de observarla delataba una inclinación por lo romántico, por lo inalcanzable. Intuí muy rápido, desde mi inocencia de niño, que sentía una fascinación por los amores imposibles. Identifiqué desde el comienzo que no tenía el valor para hablarle y mucho menos para conquistarla.

 

Sí, Juliana era un amor imposible, como lo constató la historia, pero no porque ella no hubiera podido fijarse en mí, sino porque mis miedos eran la principal barrera entre nosotros. En primaria no compartíamos muchos espacios con los de la sección francesa, “los de B” como los llamábamos. “Los de A” éramos los de la sección alemana. Era plausible encontrarnos en los recreos, pero cada uno de nosotros se enfocaba en sus grupos y afinidades. Los míos eran primordialmente el fútbol y los juegos con los compañeros. En 4to de primaria llegó la batería gracias a una compra que hizo el Colegio por iniciativa de Martha Sáenz, la profesora de música. El Helvetia quiso aprovechar esa inversión contratando a un profesor de percusión que nos dio clases los sábados a las 9 de la mañana. Es probable que la música fuera el único motivo por el que me sentía motivado a ir un sábado al colegio, sobre todo porque ese día  era el único que no podría ver a Juliana, mi principal motivación por esos días. 

 

Con las niñas de mi propio curso no había mucha interacción en los recreos, aunque algo nos acercaba durante las fiestas de cumpleaños y en los paseos. Así que era prácticamente inviable establecer un contacto directo con una niña de un curso menor y menos de la sección francesa. El contacto era menos probable para un niño tímido, miedoso e inseguro como yo. Pero en el comedor compartíamos todos los de primaria y era fascinante poder verla entre el ruido de los cubiertos, las bandejas de comida y la algarabía. De vez en cuando, ante la fluidez del escándalo y el jugueteo, en nuestras espaldas nos llamaba al orden el bolígrafo de Monsieur Laissue que nos obligaba a retomar la postura, la compostura. 

 

A Juliana comencé a conocerla mejor cuando supe que era una de las niñas a quienes la comunidad intentaba rescatar del bajo promedio escolar. Me enteré que Juliana no tenía las mejores calificaciones gracias una juiciosa labor de espía que relataré más adelante. Juliana y yo compartíamos algo: el estudio era un desafío para nosotros porque, al parecer, no teníamos las habilidades de los demás; en mi caso por mi incapacidad para comprender las matemáticas, dadas mis dificultades con el idioma alemán. No supe dónde exactamente radicaban sus desafíos académicos, pero sabía ponerme en su lugar porque el colegio era muy exigente en general y no todos aprendíamos con la misma velocidad y destreza. Era injusto, me decía. ¿Por qué tenemos que ser todos reducidos a un promedio deseable si Juliana, mi amor platónico era sobresaliente en carisma, en belleza y alegría? ¿Por qué parece que hacemos parte de una lista negra de estudiantes que está en riesgo de perder el cupo por sus calificaciones? Esta fue, quizás, mi primera controversia con las calificaciones, porque al conocer parcialmente el caso de Juliana, encontraba un espejo para mi propio desempeño escolar. Sobre mis dificultades escolares podría escribir un relato que desnude al miedo y su potente capacidad anuladora. Fue el miedo también,  el que me impidió acercarme con cualquier excusa a Juliana. Sin embargo, enfoqué mi energía en encontrar la fórmula para confesarle mi amor.

 

Mi padre, en calidad de representante de la Asociación de Padres de Familia, asistía a las reuniones donde se hablaba del desempeño escolar, los problemas disciplinarios y económicos de algunos de los padres de familia.  De alguna forma, sobre nuestras calificaciones, mi padre tenía algo de información privilegiada. Infiltré mi curiosidad en algunos de esos documentos, sin su permiso y a escondidas. Supe por ese hallazgo que aquella  niña de cuarto de primaria estaba a punto de perder el año. Eso significaba que, bien sea por una decisión del colegio o por iniciativa de sus padres, Juliana podría salir del colegio para buscar una institución donde valoraran mejor sus talentos. Sin embargo,  era imposible que intercediera por ella porque mi padre, como he dicho, en calidad de representante de los padres de familia, no tenía ningún voto sobre las decisiones académicas y yo no me sentía seguro de confesarle a él que estaba enamorado de una niña sobre quien no conocía más que su radiante sonrisa. Tampoco era lo suficientemente valiente para decirle que había espiado los archivos. Solamente me atreví a preguntarle sobre algunos nombres de amigos y puse el de ella en mi tímido interrogatorio. Mi padre intentó esquivar el tema, aunque me alcanzó a contar algo. Su información fue reveladora: 

 

-Esa niña no le ha ido muy bien y puede que vaya a perder el año.

 

¿Qué? ¿pero cómo así que la iban a dejar perder el año? Acá íbamos a perder los dos: yo dejaría de ver su sonrisa y sus divinos ojos. Antes de que pasara lo que sospechaba, decidí mirarla con más intensidad y un día creí entender una mirada suya como el primer contacto de sus ojos con los míos. Percibí que sonreía cuando notó que yo la miraba y sentí una felicidad total en ese espejismo. Inferí algún grado de simpatía de ella por mí, bueno, al menos eso creyó mi corazón. Desde ese instante, todos los almuerzos conservé la esperanza de volver a conectar las miradas con ella. Esto ocurrió quizá una vez más, pero no volvió a ocurrir, por desgracia. Hoy tengo claro que la posible simpatía que sentí de parte ella no pudo ser sino una ilusión mía, el efecto del enamoramiento romántico.

 

Cuando la triste noticia llegó, yo llevaba un tiempo asimilándola: Juliana perdió el año y la sacaron del colegio. ¿Y ahora? ¿qué iba a hacer yo para volver a verla. ¿Iba a dejarla ir sin confesarme? ¿sin decirle que estaba profundamente enamorado de ella? 

 

Los años pasaron y ella conservó la amistad con algunos de sus compañeros. Sentí un alivio cuando la vi en un bazar, en algún evento deportivo o en una fiesta. Decidí que no me iba a quedar con el secreto y recurrí a unos papeles la Asociación de Padres de Familia que guardaba mi padre, donde se consignaban los números telefónicos de las familias. Esta “habilidad” de joven espía no pudo ser confesada sino hasta este momento, cuando han pasado más de dos décadas de aquella infiltración. Entonces, claro, no existía la ley habeas data, no existían los celulares, ni existía la internet. La investigación debía ser sobre archivos físicos que estaban custodiados por un archivador oculto en mi casa. Mi aventura para conseguir el teléfono de Juliana no podía ser descubierta. Además era mi secreto romántico, mi ensoñación. Sabía perfectamente que estaba obrando mal al recurrir a esos archivos, pero creí que si nadie se enteraba del acto, podría salir a salvo y contactar a Juliana.  Pasaron un par de años y agarré valor.

 

-Aló, por favor Juliana.

-Aló, Juliana no está, ella está en el colegio. ¿Quién la necesita?

-Gracias, por favor dígale que la llamó un admirador.

-¿Cómo te llamas para decirle?

-Dígale que un admirador del Colegio Helvetia, gracias.

-Llámala a las 5 de la tarde que ella ya ha llegad a esa hora.

-Bueno gracias, por favor dígale que un admirador la llamó y que ella es muy linda.

 

No hacía falta repetir tanto lo de admirador, pero no se me ocurrió presentarme de otra manera y decirlo varias veces me daba algo de seguridad en el anonimato de mi acto clandestino. No quería decirle mi nombre porque ella inmediatamente investigaría con sus amigos del colegio y daría fácilmente conmigo. Si iba a enterarse quién era yo, sería por mi propia voz. Algo de valentía tenía que sacar de todo esto.

 

La estuve llamando todos los días a la misma hora porque sabía perfectamente que a esa hora no la iba a encontrar. En cada llamada le dejaba un mensaje nuevo, aunque ninguno muy distinto. Le mandaba claves para que se enterara que yo sí era del Colegio Helvetia. Ella me mandaba mensajes con la persona que contestaba el teléfono, siempre exhortándome a revelar mi identidad y convencerme de llamarla por la noche.

 

Hasta que un día me contestó Juliana porque no fue ese día a su colegio. Asumo que no pudo ir por alguna enfermedad o algo así. Yo ni siquiera sabía en cuál colegio estudiaba ella.

 

-Aló, aló

-…

Alo, aló, ¿quién habla?

-…

-¿Eres el que me llama todos los días? ¡Habla!

 

-Aló, sí, soy yo. No pensé que me fueras a contestar

 

-¿Cómo te llamas? ¡dímelo o no me llames más!

 

-Soy Luis Felipe, me gustas mucho. Me pareces muy linda.

 

No recuerdo muchos detalles de la conversación, pero supe, al colgar, que ella era mucho más audaz que yo y que entre pregunta y pregunta había conseguido tener la información suficiente para indagar quién era yo con sus amigas y amigos del Colegio. Comenzamos a hablar durante varios días. Tuvimos conversaciones cortas, triviales. Un tipo de cercanía fue aterrizándola desde el plano del soñador romántico al plano de lo real. No puedo decir que nos volvimos amigos, pero el vínculo logró ser más palpable, aunque duró muy poco.

 

Llegué a presentir que un día nos íbamos a encontrar en algún evento y que ella ya sabría quién era yo. De alguna forma, las llamadas telefónicas no le permitían saber cómo era mi aspecto físico, sobre el cual yo me sentía un poco avergonzado porque todos me decían GORDO, aunque de cariño. Imaginar que ella llegara a descubrir que su admirador era ese gordito tímido me parecía aterrador. Y simultáneamente me bloqueaba porque sabía que mi cobardía fue lo que mejor supe dejarle ver.

  

Hasta que  un día llegó mi oportunidad para mostrar que no era tan tímido como me había estado vendiendo. Accedí a tomar el papel de un viejo guajiro que vendía su hija por cabezas ganado en una representación teatral sobre la cultura guajira que organizó la profesora Gladys de Bravo con todos los cursos de primaria. Cada curso se responsabilizó de representar algunos rasgos culturales de las distintas regiones del país. Me preparé para interpretar ese papel con el mejor entusiasmo. 

 

Unos días antes de la presentación llamé de nuevo a Juliana para preguntarle si iba a asistir a la obra de teatro que además tenía previsto una impresionante instalación en el comedor del Colegio. Sí, la obra ocurriría allí mismo donde unos años antes todos los días había estado enamorándome de ella. Me dijo que no estaba enterada del evento.

 

Mi sorpresa fue más grande cuando confirmé que Juliana sí asistió al verla sentada en la primera fila. Pensé en cancelar mi participación por puro miedo de embarrarla, por miedo a no decir adecuadamente mi libreto, pero ya era muy tarde y no podía defraudar la confianza de todos los que creyeron que fuera capaz de interpretar ese papel. 

 

No sé si ella se fijó en mi representación o si cayó en la cuenta que ese niño era precisamente el que la había llamado, pero recibí buenos comentarios de mis compañeros y de algunos padres de familia. Actué bien, pude olvidarme del niño tímido que era y fue verosímil mi papel como padre machista que vende a su hija para que se casara con un joven a cambio de unas vacas y unas cabras. 

 

A Juliana la volví a ver varias veces, pero cada vez menos. Hoy sé que es madre de familia y una profesional exitosa. Es probable que también lea este texto y aunque puede no recordar los hechos porque el enamorado era yo, ahora sabrá que en algún momento fue una musa inspiradora.

Recuerdos de un sueño colectivo , vivido hace 63 años. excursión de cuarto bachillerato, varones, año 1959*

El Colegio Helvetia de Bogotá inició sus actividades en el año lectivo de 1949. En su primer año se inició con una clase de kindergarten y cuatro años de primaria, con la idea de aumentar cada año una clase. Sus primeros bachilleres se graduaron en 1956. Su sólida reputación se estableció en sus primeros 10 a 15 años de enseñanza Y muchos fueron los protagonistas cuya dedicación contribuyó a ello; somos testigos directos y beneficiarios de lo que fue aquello. El colegio tenía menos de 400 alumnos, nuestro curso era de solo 15, algo menos tenía el curso de niñas. Funcionaban separados y solo podíamos interactuar en los buses a principio y fin de cada jornada; no existía sección Alemana; el inglés y el francés se enseñaban con intensidad similar a las otras materias.

En 1961 se graduó el segundo curso que completó el ciclo kindergarten (1950) – sexto de bachillerato (1961); quinto año de graduados. De ello hace precisamente 61 años… Algunos alumnos de ese curso, completaron todo el ciclo y otros, por razones diversas abandonaron el Colegio Helvetia; a la vez que otros más se unieron a esa clase durante el transcurso de los años. Como fuera, a pesar de todos los años pasados , algunos de nosotros conservamos una sólida amistad entre nosotros y con las niñas,  así como conservamos un Espíritu Helvetiano de fidelidad a los recuerdos, exploración, emprendimiento, libertad, conciencia ambiental y mutuo respeto.

 

Por primera vez en aquél lejano 1959, el colegio había acogido como capellán y profesor de religión católica a un sacerdote suizo, el padre August Bissig, sucesor de los sucesivos capellanes del colegio, Monseñor Emilio de Brigard, primero y luego el entonces Padre y posteriormente Monseñor Gustavo Ferreira. El padre Bissig organizó una excursión de un fin de semana largo, para nuestro curso, primera de ese tipo, a la Hacienda Potosí, en aquel entonces de propiedad de la familia de uno de nuestros más apreciados compañeros de clase, Jorge Eugenio Ferro Triana, hijo del senador Eugenio Ferro Falla y, posteriormente, senador él mismo, quienes generosamente se ofrecieron a acogernos en su hacienda del municipio de Campoalegre, Huila, una gran casa, en dos niveles, con amplios corredores periféricos, amplias y frescas habitaciones, todas las comodidades, en el centro de una muy extensa planicie del valle del Magdalena.

 

El sábado por la mañana, salimos de Bogotá en un autobús que nos llevó directamente hasta la hacienda, que se halla a 26 kilómetros al sur de Neiva, a unos tres kilómetros al noreste del centro de la población de Campoalegre. A nuestra llegada, Don Eugenio nos recibió personalmente y durante los tres días y dos noches de nuestra excursión fue un impecable y paciente anfitrión, con los entusiastas y despreocupados adolescentes que éramos en esos días. Esa tarde, tras estirar las piernas después de un viaje de varias horas, de un almuerzo digno del apetito de nuestra edad y de, cada uno, seleccionar la cama o la hamaca en la cual dormiría esas dos noches, hicimos una visita a la hacienda, a sus plantaciones de arroz y otros cultivos; y a los aparentemente ilimitados pastizales de ganado, descubrimiento para aquellos que no estaban familiarizados con el funcionamiento de una propiedad rural de tal envergadura y características . La cena y la velada de esa noche, acorde al entretenimiento que se puede tener entre compañeros de clase,  fue a la vez deleite del padre Bissig descubriendo algunos usos y costumbres de la Colombia rural profunda, tranquila y sana, de esos tiempos. 

 

Las anécdotas son múltiples; intentamos nuestro primer cigarrillo, probamos alimentos nada comunes en nuestra dieta bogotana, nos vimos desnudos bañándonos en una alberca de agua helada, recorrimos poblaciones vecinas, repetimos baño en un rio. Hubo quien intentara coquetear con una de las empleadas de la casa; y quien, en su inexperiencia, dañase el paso a su cabalgadura, en la cabalgata de varias horas;  quizás lo más recordado. Todo fue muy gratificante; comimos opíparamente, dormimos arrullados por los ronquidos de algunos, hubo momentos de descubrimientos y, sin que lo percibiéramos, crecía nuestra unidad como grupo, permitiendo que hoy, después de 63 años, esa unidad y nuestra gratitud al colegio que permitió tan inolvidable experiencia, se mantengan.

 

El día siguiente, domingo, día principal de actividades de esa excursión, se inició con levantada temprano, ducha y “toilette” de rigor, misa campal improvisada, celebrada por nuestro profesor en el patio de la casona, seguido por un típico desayuno huilense, tras lo cual nos esperaban un par de decenas de caballos ensillados para que, acompañados por varios peones de la hacienda, algunos mostrarían sus habilidades de jinetes y otros montarían las yeguas más mansas para hacer un ejercicio de equitación rural que tuvo su clímax cuando, la veintena de jinetes que éramos, sin ser conscientes del efecto que produciría, desembocamos a galope tendido en la plaza principal de Campoalegre, en momentos en que el sacerdote de la parroquia oficiaba la misa de diez, causando que buena parte de los feligreses, el sacerdote incluido, salieran de la iglesia en desorden por el revuelo causado en esa tranquila mañana. Tranquilizados, al reconocer a los peones de la hacienda y, viendo que el barullo provenía de un grupo de adolescentes y de un sacerdote de más de un metro noventa sobre una montura que le quedaba pequeña, se repusieron del susto y retornaron a concluir la celebración del santo oficio, en tanto nosotros continuábamos hasta tarde invadiendo desordenadamente la gran pradera. 

 

Amaneció el lunes, con la obligada misa, por ser festivo de precepto, que el padre Bissig no nos perdonó, pero luego, merecimos un opíparo desayuno antes de preparar mochilas, dar una última vuelta por los alrededores de la casona de la hacienda, tomar la foto de rigor de todo el grupo en la entrada, disfrutar un ligero almuerzo de sándwiches y refrescos, y despedirnos de nuestro anfitrión, don Eugenio, con todos nuestros agradecimientos. Jorge Eugenio, nuestro compañero, retornaba a Bogotá con nosotros en el autobús, que nos llevaría hasta el colegio donde nos esperaban nuestros padres.

 

Los participantes de la excursión, todos de 4º de bachillerato, fuimos: Eduardo Ángel, Juan Manuel Arias, Juan Enrique Botero, Miguel Camacho, Manuel Campillo, Ricardo Cuevas, Jorge Eugenio Ferro, Andrés Hurtado, Jean-Claude Koster, Enrique Merizalde, Ricardo Rey, Jaime Reyes, Pite Reyes, Germán Ruiz, Alfredo “Chisa” Schneider. Algunos, como el mismo Jorge Eugenio, Eduardo Angel y Enrique Merizalde, ya no están con nosotros. Uno que otro, lo perdimos de vista, pero la mayoría, incluyendo a los que, por una u otra razón, no pudieron acompañarnos, seguimos en contacto y unidos tras todos esos años, animados por los valores que nos fueron inculcados gracias a ese Espíritu Helvetiano. A saber:…

 …A diferencia de otros colegios bilingües de Bogotá, el Helvetia enseñaba los valores a través del respeto a las personas y el ejercicio total de la libertad dentro de normas no escritas; era un ambiente libre y amplio donde cada uno de nosotros se desarrolló sin presiones y pudo sacar sus propias conclusiones, en un entorno respetuoso del Colegio, sus profesores y nuestros compañeros; incluía el respeto por las ideas de los demás y un concepto de disciplina sin rigideces inútiles, el cual permitía el desarrollo de los valores ciudadanos; un ambiente donde la agresividad no existía,  porque disfrutábamos de libertad total dentro de las normas establecidas.

Las instalaciones del Colegio eran abiertas, luminosas y llenas de jardines; las fronteras entre la sección de las niñas y la de los hombres se respetaban sin necesidad de barreras físicas. La Cooperativa donde se vendían libros y elementos de estudio, amén de golosinas, era dirigida por los mismos estudiantes y al final del año los beneficios se repartían entre los accionistas. El almuerzo era una ceremonia de todo el Colegio y, luego de una sencilla oración de Acción de Gracias, los alumnos de los cursos superiores compartían la mesa con los más jóvenes para enseñarles buenas maneras en la mesa y compartir sus experiencias. 

 Nuestro curso fue un buen ejemplo del desarrollo de estos valores: verdadera diversidad dentro de un concepto de amistad.

 

*Una colaboración de: Ricardo Rey, Germán Ruíz y Jean-Claude Koster

 

Referencias: 

Hacienda Potosí – Parque del arroz – Campoalegre, Huila.

https://www.youtube.com/watch?v=Kys50xx4c8M

Campoalegre – Huila

https://www.campoalegre-huila.gov.co 

 

Personajes inolvidables

Personajes inolvidables

A la pregunta de final de un reinado de belleza ¿Cuál es tu autor favorito y por qué? Oí de alguien la respuesta perfecta: “Don Sutano, de quien estoy leyendo ahora las memorias y si no fuera por ahora mi autor favorito, hubiera dejado sin terminar de leer su libro y hubiera empezado con otro autor”. Con los personajes inolvidables ocurre algo similar: don Mengano, porque ahora me estoy acordando de él.

Los personajes inolvidables no son necesariamente heroicos o únicos, aun cuando sí hay algunos pocos que lo son, pero de ellos se ocupa la historia. Para los de los mortales corrientes la cosa es menos rigurosa y son las páginas web de las asociaciones las que se encargan de hacerlos visibles.

El amplio conjunto de gentes con quienes nos hemos cruzado en nuestras vidas incluye seres de buenos a malos, de cobardes a valientes, de ridículos a trascendentes o cualquier par de opuestos que ustedes prefieran; en realidad la mayor parte de las personas están distantes de los extremos, y a un mismo tiempo comparten un poco o un mucho de ambos polos; nadie es químicamente puro. Muchos nos son simplemente indiferentes pero algunos de ellos nos hicieron, para bien o para mal, un aporte tan significativo en la construcción de lo que somos, que los hace inolvidables. Esto no quiere decir que los tengamos presentes, ni que los amemos o malqueramos todo el tiempo; ellos ocupan agazapados un lugarcito escondido en nuestra memoria, prestos a saltar para recordarnos su existencia. Tampoco quiere decir que siempre seamos conscientes de su contribución y mucho menos que ellos, en general, hubieran querido hacer una. El agregado de las circunstancias individuales junto con los personajes inolvidables de todos los miembros de nuestra comunidad helvetiana, configuran nuestra circunstancia colectiva. Entonces, nosotros somos nosotros y nuestra circunstancia colectiva y si no la salvamos a ella no nos salvamos nosotros. (Que Ortega y Gasset me perdone).

 

CARLOS BOSHELL SAMPER, uno de mis personajes inolvidables. 

Llegué al Helvetia a segundo de primaria con casi ocho años. Mis compañeros se conocían entre si desde los cinco, habían desarrollado sus apegos, sus primeras rivalidades y sobre todo ya habían avanzado mucho en el aprendizaje del francés de manera natural -por imitación-, en tanto que yo estaba condenado a seguir el método gramatical de aprendizaje de idiomas para adultos. Era el candidato perfecto para ser víctima de bullying escolar: recién llegado, sin amigos y perfectamente mudo en francés y en todo lo que se enseñaba en esa lengua: aritmética, ciencias, historia y yo ya no recuerdo que más. La “bola”, condenado desde el primer día y por siempre a sobrevivir en la casta inferior de las “bolas” que hablaban mal el francés. Y no es que fuera un curso de truhanes, eran unos simples niños traviesos que hicieron de mi vida un pequeño infierno. No sufrí de maltrato físico pues alguien me recomendó encontrar la protección de un grande (alguno de bachillerato). No sé cómo apareció en escena Carlos, unos cinco o seis años mayor que yo, quien me dio su apoyo y contribuyó a prevenir el acoso con un conjuro sencillo: “deje saber que es mi primo”. Eso fue todo lo que hizo. Y de ahí en adelante cuando nos cruzábamos por los corredores nos saludábamos: “Hola primo”. 

Un cierto día, en medio de una consulta médica, sonó el teléfono de mi doctora y ella explicó a quien llamaba que ese no era el teléfono de Carlos Boshell. Resultó que a quien buscaban en la llamada era a un hijo de “mi primo” Boshell, también llamado Carlos.

Inmediatamente saltaron como impulsados por un resorte unos recuerdos agazapados por décadas y creí oír otra vez su saludo amable: “Hola primo”. 

Carlos Boshell Samper, solamente con unos saludos “familiares” a la usanza bogotana, ayudó a cambiar para siempre la vida de un niño. 

El recuerdo que conservo hoy de él es abstracto; durante más de medio siglo no me acordé de su existencia. A su nombre ni siquiera lo acompaña un rostro, no creo habérmelo cruzado nunca después de salido del colegio, no sé qué fue de él, y supongo que ni sabe quién soy yo ni debe tener memoria de sus saludos. Sin embargo, es uno de mis personajes inolvidables.

Anímense a recordar, este espacio está para recibir a sus personajes inolvidables.

Álvaro Galvis Pino, exalumno 1971